Un dramaturgo, cuyo nombre no mencionaré para
ahorrarle el deleznable placer del escándalo, me pide escribirle un cuento.
¿Sobre qué podría escribir? Pienso en mi interlocutor, esperando que mi torpe
iniciativa sea de alguna utilidad.
Creo ahora que es la primera vez que me aventuro a
escribir un cuento. He leído muchísimos, pero sólo hasta ahora me doy cuenta de
lo execrable de mi conducta al criticarlo todo sin siquiera haberlo hecho.
No sé nada sobre él, salvo la lista de ingredientes
que lo componen: su nacionalidad, su profesión, su edad aproximada (porque ni
de ello tengo certeza), el sonido de su voz, las personas que conoce, alguna
amante. Pero con estos ingredientes no puedo construir una buena receta. Habría
que adivinar, y entonces estaría mintiendo; el cuento ya no trataría sobre él,
sino sobre la idea que construyo sobre él.
Busco una fotografía, teniendo en cuenta que aún
no tengo en mi cabeza un gran banco de imágenes. Cierro los ojos, me concentro.
Dejo que un atisbo en su rostro y en sus gestos me evoque nuevos lugares y, con
suerte, nuevas sensaciones.
Pienso en su risa, sus miedos, aquello que le
conmueve hasta las lágrimas, su libro favorito, algún recuerdo que guarde con
la abuela, las manchas de pasta dentífrica que deja sobre el lavamanos, sus
gustos musicales, las yemas de sus dedos, su letra al escribir sobre el papel,
lo que piensa justo antes de dormir, el peso de su cuerpo, el olor de su sexo,
sus cicatrices, las pesadillas recurrentes.
Abro los ojos, miro por la ventana hacia fuera,
donde no habita nadie. Miro durante horas hasta que una idea llegue. Alguien se
asoma en la ventana de enfrente. También él me observa, como escrutándome. Hago
una señal para saludarle, pero él no responde. En las otras ventanas una
oscuridad sin fin. Tengo la extraña sensación de estar atrapada en una
fotografía, salvo por la paloma que se baña en el tejado del edificio de enfrente.
La niebla sube lentamente. La paloma eleva el vuelo y desaparece. El otro sigue
observándome. Desvía la mirada hacia arriba, allí donde las nubes no se mueven.
¿Quién nos habrá puesto aquí?
Abro los ojos, he babeado los garabatos hechos
sobre el papel. Empiezo a pensar que este no es mi oficio, que juego a ser algo
que me es imposible. Hay demasiado silencio. En este silencio las ideas no se
dejan oír. ¿Cómo podría incluirlo si aún no termino de conocerle? Me parece que
para escribirle a alguien es necesario un grado de intimidad que aún no poseo.
Que recurra a la ficción, sugieren otras voces, o haga una especie de biografía
improcedente. Quizás lo que me agota es sentir que tengo la tarea de generar
una impresión en él. Normalmente escribo para mí, principalmente para mí.
Él no va a pagarme por este cuento, ahora lo sé.
Este es un cuento sin rostro ni nombre.
Me pregunto por qué sentiré la urgencia de
satisfacerle. ¿Es acaso porque él ha escrito más cuentos e historias antes?
Podría escribir una historia sobre la figura de enfrente. Pero, ¿seguiría eso
siendo un cuento a pedido? Qué significa un cuento a pedido, vaya usted a
saber.
Ahora que lo pienso con un poco más de calma e
impaciencia a la vez, no entiendo por qué un dramaturgo me pide a mí que
escriba un cuento. ¿Qué es lo que busca exactamente? ¿Acaso es un farsante que
consigue historias que nacen de otras letras, otras manos, otros papeles? ¡Que
ni crea ahora que va a hacerse rico por mi cuenta! ¡Escribiré mi historia pero
antes de enviarla tomaré las respectivas precauciones, como registrar la pieza
en la oficina donde sea que se registre, compartirla con algunos conocidos para
que sean testigos de que ha nacido de la tinta de mi pluma y no de la de él,
pedirle a mi casera que la lea a otros en voz alta y diga claramente que yo he
sido la autora de tan magnánimo invento.
Bueno, aunque también podría ser que lo que
intente sea seducirme, porque muy seguramente ha tenido tiempo de imaginarme
realizando este ejercicio, y se ha sentido importante al saber que escribo algo
para él. Ya puedo verlo en su estudio hablando con otros colegas, regocijándose
en el azar de mi atención aparente.
Sea como fuere ya me he comprometido. Busco un
lugar cómodo, la pluma favorita, el cigarrillo a la izquierda y a la derecha el
café. Allí está de vuelta la figura de enfrente. Debo estar soñando; paramnesia
o acaso costumbre. Las fotografías no se escuchan, pienso. No sé de dónde me
viene esta idea pero es cada vez más latente.
Escribo para mi interlocutor pero sin pensar
realmente en él. Cuando alguna idea se me desdibuja me levanto y estiro el
cuerpo. Pienso en papá, que cuando yo era pequeña se acostaba sobre el suelo al
borde de mi cama y me contaba cuentos para antes de dormir; generalmente era él
quien se quedaba dormido, entonces yo lo abrigaba para que pudiera respirar
tranquilo y terminaba la historia permitiendo que su sueño no le hiciese perder
los últimos detalles.
Pongo el punto final. Meto los papeles amarillos
en el sobre y escribo la dirección, pero después ocurre la catástrofe. En la
oficina de correos, llenando el respectivo formulario me doy cuenta del
oprobio, la vergüenza, la ignominia. El primero es un terror minúsculo, no sé
si mi interlocutor tiene segundo nombre; cómo no voy a saberlo, aunque no sé
por qué razón tendría que saber. Pero el segundo miedo ya es un horror, admitir
que lo único que sé de él son unas cuántas iniciales.
Si fuera a casa para buscar en mi biblioteca uno
de sus libros (que no tengo), encontraría al regresar la oficina de correos
cerrada y tendría que volver después del fin de semana, cuando ya el paquete llegaría
demasiado tarde. Es necesario poner completo el nombre, me indica amablemente
la señorita, de lo contrario podría suceder que todo se confunda y sea otro el
receptor de mi mensaje. ¿Aventurarme a escribir un nombre cualquiera? ¡Eso no
puede ser! Siento que debo esforzarme más en esta tarea que en el propio
cuento.
La ‘J’ podría adjudicársele a ‘Juan’. ¿Juan? ¿Eso
es todo lo que tienes? ¿Cómo podría referirse esa ‘J’ a semejante nombre? Hago
todos los esfuerzos por recordar la musicalidad de su apellido. Estoy segura de
que sólo tiene dos sílabas. Algo como Bacci, Braschi, Bali. Botti, Biari, Bigi…
y de que lleva una ‘i’. Buli… Siento profundamente que empiezo a acercarme.
Bale, Bile, Bili…
¡Bilis! ¿Cómo he podido olvidar la particularidad
de ese nombre? Ya está, Bilis. Juan Bilis.
El resultado final es tan ridículo que me parece
absolutamente posible que aquel sea su nombre. La señorita pone los sellos al
sobre y lo pierdo de vista para siempre. nombre, me indica amablemente ln sea otro individuo el receptor de mi
mensaje. ¿Aventurarme a escribir un nombre cualquiera? ¡Es
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