Recibí una llamada con un
mensaje terrible, un mensaje contundente. Salí de casa porque aunque intenté
ahogar las voces en mi cabeza que trataban de armar todo un rompecabezas no fue
posible. Me fumé dos cigarrillos, me tomé una cerveza y sentía el cuerpo frío;
era el recuerdo de la llamada que destrozó todo. Cinco minutos antes yo era
feliz, tenía en mi cabeza el balance necesario para moverme dentro de lo oscuro
de los días, de los múltiples fracasos, de las frustraciones matutinas y del
llanto nocturno. Pero el descuido de un tercero arruinó mi corazón, hizo que lo
único en lo que creía se quebrara. El mundo se vuelve difícil cuando se vive
entre pensamientos ontológicos. Quise volver a casa y sucedió algo extraño. Un
perro. Un perro enorme salió de la nada y me siguió paso a paso, un suspiro
tras otro. Si me detenía un momento él se detenía conmigo. Le dije que se
fuera, que volviera al lugar de donde vino. Le pregunté si estaba solo, si se
había perdido. Fuimos el hogar del otro por un instante. Al llegar a casa quiso
entrar conmigo, y tuve que decirle adiós. Pero él duró fuera durante mucho
rato, caminando de un lado para otro y deteniéndose. Entré a casa para llorar
bajo el agua caliente. Lloré mi tristeza, lloré el haber dejado a ese perro
enorme solo en el frío de la noche.