La historia termina:
una cerveza roja y otra regular. Ni siquiera un whisky merece este amor tan triste.
Cada uno hace lo
suyo, cree que la cebada aliviará un poco el escozor.
Él
empieza; dice lo que tiene que decir, lo que le tomó más de un año admitir.
Ella resume todo con una resolución.
Se
despiden. Ella no quiere más lágrimas para él, así que huye tan pronto como
puede.
Llega
a una habitación diminuta donde hay un hombre que es más bien una imitación de
sí mismo. Ella se funde en lo absorto de su tiempo, no piensa, no siente, ya no
llora, ya no se lamenta. El hombre lentamente la desviste y ella no se resiste.
Ella
no está allí. Ella anda lejos, quizás perdida para siempre.
Siente
algo viscoso y húmedo en su clítoris; una lengua, un beso mediocre. Se
disuelve.
Agarra
esa cabeza sin rostro con ambas manos y siente que jamás volverá a ser lo que
fue.
Luego
de un rato se agota, retira la cabeza, no da explicaciones y se viste.
Agradece
y desaparece.
Afuera
llueve… y ni siquiera después de aquello esta historia merece un whisky.